jueves, 29 de abril de 2021

Fabulas

Poniéndole el cascabel al gato

Desde hacía mucho tiempo, los ratones que vivían en la cocina del granjero no tenían qué comer. Cada vez que asomaban la cabeza fuera de la cueva, el enorme gato gris se abalanzaba sobre ellos. Por fin, se sintieron demasiado asustados para aventurarse a salir, ni aun en busca de alimento, y su situación se hizo lamentable. Estaban flaquísimos y con la piel colgándoles sobre las costillas. El hambre iba a acabar con ellos. Había que hacer algo. Y convocaron una conferencia para decidir qué harían.


Se pronunciaron muchos discursos, pero la mayoría de ellos sólo fueron lamentos y acusaciones contra el gato, en vez de ofrecer soluciones al problema. Por fin, uno de les ratones más jóvenes propuso un brillante plan.


Colguemos un cascabel al cuello del gato -sugirió, meneando con excitación la cola-. Su sonido delatará su presencia y nos dará tiempo de ponernos a cubierto.


Los demás ratones vitorearon a su compañero, porque se trataba, a todas luces, de una idea excelente. Se sometió a votación y se decidió, por unanimidad, que eso sería lo que se haría. Pero cuando se hubo extinguido el estrépito de los aplausos, habló el más viejo de los ratones, y por ser más viejo que todos los demás, sus opiniones se escuchaban siempre con respeto.


El plan es excelente -dijo-. Y me enorgullece pensar que se le ha ocurrido a este joven amigo que está aquí presente.


Al oírlo, el ratón joven frunció la nariz y se rascó la oreja, con aire confuso.


Pero… -continuó el ratón viejo-, ¿quién será el encargado de ponerle el cascabel al gato?


Al oír esto, los ratoncitos se quedaron repentinamente callados, muy callados, porque no podían contestar a aquella pregunta. Y corrieron de nuevo a sus cuevas-, hambrientos y tristes.


EL CONGRESO DE LOS RATONES


Desde el gran Zapirón, el blanco y rubio,

que después de las aguas del diluvio

fue padre universal de todo gato

ha sido Miauragato

quien más sangrientamente

persiguió a la infeliz ratona gente.

Lo cierto es que obligada

de su persecución,la desdichada

en Ratópolis tuvo su congreso.

Propuso el elocuente Rosqueso

echarle un cascabel, y de esta suerte

al ruido escaparían de la muerte.

El proyecto aprobaron uno a uno.

¿Quién lo ha de ejecutar? Eso ninguno.

Yo soy corto de vista.” “Yo muy viejo.

“Yo gotoso”, decían. El consejo

se acabó como muchos en el mundo.

Proponen un proyecto sin segundo.

Lo aprueban. Hacen otro. ¡Qué portento!

¿Pero la ejecución? ¡Ahí está el cuento!


Félix María Samaniego

Clasicos

 Paul Simon & Art Garfunkel - Sounds of  silence



Alexander Dugin

 Breve historia del liberalismo: de Guillermo de Ockham al globalismo posthumanista

Para entender claramente lo que significa la victoria de Biden y el “nuevo” direccionamiento de Washington para el “Gran Reinicio” a escala histórica, uno debe mirar toda la historia de la ideología liberal, comenzando desde sus raíces. Solo entonces seremos capaces de comprender la gravedad de nuestra situación. La victoria de Biden no es un episodio fortuito, y el anuncio de un contraataque globalista no es simplemente la agonía de un proyecto fallido. Es mucho más serio que eso. Biden y las fuerzas detrás de él encarnan la culminación de un proceso histórico que comenzó en la Edad Media, alcanzó su madurez en la Modernidad con el surgimiento de la sociedad capitalista, y que hoy está llegando a su etapa final, la teórica esbozada desde el principio.


Las raíces del sistema liberal ( = capitalista) se remontan a la disputa escolástica sobre los universales. Esta disputa dividió a los teólogos católicos en dos campos: algunos reconocieron la existencia de lo común (especie, género, universalia), mientras que otros creían solo en ciertas cosas concretas – individuales e interpretaron sus nombres generalizadores como sistemas convencionales de clasificación puramente externos, que representan “sonido vacío”. Aquellos que estaban convencidos de la existencia de lo general, la especie, recurrieron a la tradición clásica de Platón y Aristóteles. Llegaron a ser llamados “realistas”, es decir, aquellos que reconocieron la “realidad de la universalia”. El representante más destacado de los “realistas” fue Tomás de Aquino y, en general, fue la tradición de los monjes dominicos.


Los defensores de la idea de que sólo las cosas y los seres individuales son reales pasaron a ser llamados “nominalistas”, del latín “nomen”. La demanda – “las entidades no deben multiplicarse sin necesidad”- se remonta precisamente a uno de los principales defensores de la “nominalismo”, el filósofo inglés William Occam. Incluso antes, las mismas ideas habían sido defendidas por Roscelin de Compiègne. Aunque los “realistas” ganaron la primera etapa del conflicto y las enseñanzas de los “nominalistas” fueron anatematizadas, más tarde los caminos de la filosofía de Europa occidental, especialmente de la Nueva Era, fueron seguidas por Occam.


El “nominalismo” sentó las bases del futuro liberalismo, tanto ideológica como económicamente. Aquí los humanos eran vistos solo como individuos y nada más, y todas las formas de identidad colectiva (religión, clase, etc.) debían ser abolidas. Asimismo, la cosa se veía como propiedad privada absoluta, como una cosa concreta, separada, que fácilmente podía atribuirse como propiedad a tal o cual propietario individual.


El nominalismo prevaleció ante todo en Inglaterra, se generalizó en los países protestantes y gradualmente se convirtió en la principal matriz filosófica de la Nueva Era: en la religión (relaciones individuales del hombre con Dios), en la ciencia (atomismo y materialismo), en la política (condiciones previas de la democracia burguesa), en economía (mercado y propiedad privada), en ética (utilitarismo, individualismo, relativismo, pragmatismo), etc.


Capitalismo: La Primera Fase


Partiendo del nominalismo, podemos trazar todo el camino del liberalismo histórico, desde Roscelin y Occam hasta Soros y Biden. Por conveniencia, dividamos esta historia en tres fases.


La primera fase fue la introducción del nominalismo en el ámbito de la religión. La identidad colectiva de la Iglesia, tal como la entiende el Catolicismo (y más aún la Ortodoxia), fue reemplazada por los Protestantes como individuos que de ahora en adelante podían interpretar las Escrituras basándose únicamente en su razonamiento y rechazando cualquier tradición. Así, muchos aspectos del Cristianismo – los sacramentos, los milagros, los ángeles, la recompensa después de la muerte, el fin del mundo, etc. – han sido reconsiderados y descartados por no cumplir con los “criterios racionales”.


La iglesia como el “cuerpo místico de Cristo” fue destruida y reemplazada por clubes de pasatiempos creados por libre consentimiento desde abajo. Esto creó un gran número de sectas Protestantes en disputa. En Europa y en la propia Inglaterra, donde el nominalismo había dado su fruto más completo, el proceso fue algo moderado y los Protestantes más rabiosos se apresuraron al Nuevo Mundo y establecieron allí su propia sociedad.


Posteriormente, tras la pugna con la metrópoli, surgieron los Estados Unidos.


Paralelamente a la destrucción de la Iglesia como “identidad colectiva” (algo “común”), los estamentos comenzaron a ser abolidos. La jerarquía social de sacerdotes, aristocracia y campesinos fue reemplazada por “gente del pueblo” indefinida, según el significado original de la palabra “burgués”. La burguesía suplantó a todos los demás estratos de la sociedad europea. Pero el burgués era exactamente el mejor “individuo”, un ciudadano sin clan, tribu o profesión, pero con propiedad privada. Y esta nueva clase comenzó a reconstruir toda la sociedad europea.


Al mismo tiempo, la unidad supranacional de la Sede Papal y el Imperio Romano Occidental, como otra expresión de la “identidad colectiva” también fueron abolidos. En su lugar se estableció un orden basado en estados-nación soberanos, una especie de “individuo político”. Después del final de la guerra de los 30 años, la Paz de Westfalia consolidó este orden.


Así, a mediados del siglo XVII, había surgido un orden burgués (es decir, el capitalismo) en los principales rasgos de Europa Occidental.


La filosofía del nuevo orden fue anticipada en muchos sentidos por Thomas Hobbes y desarrollada por John Locke, David Hume e Immanuel Kant. Adam Smith aplicó estos principios al campo económico, dando lugar al liberalismo como ideología económica. De hecho, el capitalismo, basado en la implementación sistemática del nominalismo, se convirtió en una cosmovisión sistémica coherente. El significado de la historia y el progreso fue en adelante “liberar al individuo de todas las formas de identidad colectiva” hasta el límite lógico.


En el siglo XX, durante el período de las conquistas coloniales, el capitalismo de Europa occidental se había convertido en una realidad global. El enfoque nominalista prevaleció en la ciencia y la cultura, en la política y la economía, en el pensamiento cotidiano de la gente de Occidente y de toda la humanidad.


El veinte y el triunfo de la globalización: la segunda fase.


En el siglo XX, el capitalismo se enfrentó a un nuevo desafío. Esta vez, no fueron las formas habituales de identidad colectiva -religiosa, de clase, profesional, etc.- sino las teorías artificiales y también modernas (como el propio liberalismo) las que rechazaron el individualismo y lo opusieron con nuevas formas de identidad colectiva (combinadas conceptualmente).


Socialistas, socialdemócratas y comunistas respondieron a los liberales con identidades de clase, pidiendo a los trabajadores de todo el mundo que se unan para derrocar el poder de la burguesía global. Esta estrategia resultó eficaz, y en algunos países importantes (aunque no en los países industrializados y occidentales donde había esperado Karl Marx, el fundador del comunismo), se ganaron revoluciones proletarias.


Paralelamente a los comunistas se produjo, esta vez en Europa occidental, la toma del poder por fuerzas nacionalistas extremas. Actuaron en nombre de la “nación” o una “raza”, contrastando de nuevo el individualismo liberal con algo “común”, algún “ser colectivo”.


Los nuevos oponentes del liberalismo ya no pertenecían a la inercia del pasado, como en etapas anteriores, sino que representaban proyectos modernistas desarrollados en el propio Occidente. Pero también se basaron en el rechazo del individualismo y el nominalismo. Esto fue claramente entendido por los teóricos del liberalismo (sobre todo, por Hayek y su discípulo Popper), que unieron a “comunistas” y “fascistas” bajo el nombre común de “enemigos de la sociedad abierta”, y comenzaron una guerra mortal contra ellos.


Al utilizar tácticamente la Rusia soviética, el capitalismo inicialmente logró lidiar con los regímenes fascistas, y este fue el resultado ideológico de la Segunda Guerra Mundial. La subsiguiente Guerra Fría entre Oriente y Occidente a fines de la década de 1980 terminó con una victoria liberal sobre los comunistas.


Así, el proyecto de liberación del individuo de todas las formas de identidad colectiva y “progreso ideológico” tal como lo entendían los liberales pasó por otra etapa. En la década de 1990, los teóricos liberales comenzaron a hablar del “fin de la historia” (F. Fukuyama) y del “momento unipolar” (C. Krauthammer).


Esta fue una prueba clara de la entrada del capitalismo en su fase más avanzada: la etapa del globalismo. De hecho, fue en este momento en que triunfó la estrategia de globalismo de las élites gobernantes de los Estados Unidos, esbozada en la Primera Guerra Mundial por los 14 puntos de Wilson, pero al final de la Guerra Fría unió a las élites de ambos partidos: Demócratas y Republicanos, representados principalmente por “neoconservadores”.


El Género y el Posthumanismo: La tercera fase.


Después de derrotar a su último enemigo ideológico, el campo socialista, el capitalismo ha llegado a un punto crucial. El individualismo, el mercado, la ideología de los derechos humanos, la democracia y los valores Occidentales habían ganado a escala mundial. Parecería que la agenda se ha cumplido: ya nadie opone el “individualismo” y el nominalismo con nada serio o sistémico.


En este período, el capitalismo entra en su tercera fase. En una inspección más cercana, después de derrotar al enemigo externo, los liberales han descubierto dos formas más de identidad colectiva. Primero que nada, el género. Después de todo, el género también es algo colectivo: masculino o femenino. Entonces, el siguiente paso fue la destrucción del género como algo objetivo, esencial e insustituible.


El género requiere la abolición, al igual que todas las demás formas de identidad colectiva, que se habían abolido incluso antes.


De ahí la política de género, la transformación de la categoría de género en algo “opcional” y dependiente de la elección individual. Aquí nuevamente estamos tratando con el mismo nominalismo: ¿por qué entidades dobles? Una persona es una persona como individuo, mientras que el género se puede elegir arbitrariamente, tal como se eligió antes la religión, la profesión, la nación y el modo de vida.


Esta se convirtió en la principal agenda de la ideología liberal en la década de 1990, después de la derrota de la Unión Soviética. Sí, los oponentes externos se interpusieron en el camino de la política de género: aquellos países que todavía tenían remanentes de la sociedad tradicional, los valores de la familia, etc., así como los círculos conservadores en el propio Occidente. La lucha contra los conservadores y los “homófobos”, es decir, los defensores de la visión tradicional de la existencia de los sexos, se ha convertido en el nuevo objetivo de los partidarios del liberalismo progresista. Muchos izquierdistas se han unido, reemplazando objetivos anticapitalistas anteriores con la política de género y la protección de la inmigración.


Con el éxito de institucionalizar las normas de género y el éxito de la migración masiva, que está atomizando poblaciones en el propio Occidente (lo que también encaja perfectamente dentro de una ideología de derechos humanos que opera con el individuo sin tener en cuenta los aspectos culturales, religiosos, sociales o nacionales), se hizo evidente que a los liberales les quedaba un último paso por dar: abolir a los humanos.


Después de todo, lo humano es también una identidad colectiva, lo que significa que debe ser superado, abolido, destruido. Esto es lo que exige el principio del nominalismo: una “persona” es sólo un nombre, un vacío de aire, una clasificación arbitraria y, por tanto, siempre discutible. Solo existe el individuo – humano o no, hombre o mujer, religioso o ateo, depende de su elección.


Por lo tanto, el último paso que les queda a los liberales, que han viajado siglos hacia su objetivo, es reemplazar a los humanos, aunque parcialmente, por cyborgs, redes de inteligencia artificial y productos de la ingeniería genética. El opcional humano sigue lógicamente al género opcional.


Esta agenda ya está bastante augurada por el posthumanismo, el posmodernismo y el realismo especulativo en filosofía, y tecnológicamente se está volviendo cada día más realista. Los futurólogos y defensores de la aceleración del proceso histórico (aceleracionistas) están mirando con confianza hacia el futuro cercano en el que la Inteligencia Artificial se volverá comparable en parámetros básicos con los seres humanos. Este momento se llama Singularidad. Se prevé su llegada dentro de 10 a 20 años.


La última batalla de los Liberales


Este es el contexto en el que debe situarse la victoria de Biden en Estados Unidos. Esto es lo que significa el “Gran Reinicio” o el lema “Reconstruir mejor”.


En la década de 2000, los globalistas se enfrentaron a una serie de problemas que no eran tanto de naturaleza ideológica sino de “civilización”. Desde finales de la década de 1990, prácticamente no ha habido ideologías más o menos coherentes en el mundo que puedan desafiar al liberalismo, el capitalismo y el globalismo. En diversos grados, pero estos principios han sido aceptados por todos o casi todos. Sin embargo, la implementación del liberalismo y la política de género, así como la abolición de los estados-nación a favor del Gobierno Mundial, se ha estancado en varios frentes.


Esto fue cada vez más resistido por la Rusia de Putin, que tenía armas nucleares y una tradición histórica de oposición a Occidente, así como una serie de tradiciones conservadoras preservadas en la sociedad.


China, aunque participaba activamente en la globalización y las reformas liberales, no tenía prisa por aplicarlas al sistema político, manteniendo el dominio del Partido Comunista y rechazando la liberalización política. Además, bajo Xi Jinping, las tendencias nacionales en la política china comenzaron a crecer. Beijing ha utilizado inteligentemente el “mundo abierto” para perseguir sus intereses nacionales e incluso de civilización. Y esto no formaba parte de los planes de los globalistas.


Los países islámicos continuaron su lucha contra la occidentalización y, a pesar de los bloqueos y la presión, mantuvieron (como el Irán chiíta) sus regímenes irreconciliables antioccidentales y antiliberales. Las políticas de los principales estados sunitas como Turquía y Pakistán se han vuelto cada vez más independientes de Occidente.


En Europa, comenzó a surgir una ola de populismo a medida que estallaba el descontento indígena europeo con la inmigración masiva y las políticas de género. Las élites políticas europeas permanecieron completamente subordinadas a la estrategia globalista, como se vio en el Foro de Davos en los informes de sus teóricos Schwab y el príncipe Carlos, pero las propias sociedades se transformaron en movimientos y, a veces, se rebelaron directamente contra las autoridades, como en el caso de las protestas de los “chalecos amarillos” en Francia. En algunos lugares, como Italia, Alemania o Grecia, los partidos populistas incluso han llegado al parlamento.


Finalmente, en 2016, en los propios Estados Unidos, Donald Trump logró convertirse en presidente, sometiendo la ideología, prácticas y objetivos globalistas a críticas duras y directas. Y fue apoyado por aproximadamente la mitad de los estadounidenses.


Todas estas tendencias antiglobalistas a la cara de los propios globalistas no pudieron evitar sumarse a una imagen ominosa: la historia de los últimos siglos, con su progreso aparentemente ininterrumpido de los nominalistas y liberales, fue cuestionada. Este no era simplemente el desastre de tal o cual régimen político. Era la amenaza del fin del liberalismo como tal.


Incluso los propios teóricos del globalismo sintieron que algo andaba mal. Fukuyama, por ejemplo, abandonó su tesis del “fin de la historia” y sugirió que los estados-nación aún permanecen bajo el dominio de las élites liberales a fin de preparar mejor a las masas para la transformación final en posthumanidad, con el apoyo de métodos rígidos. Otro globalista, Charles Krauthammer, declaró que el “momento unipolar” había terminado y que las élites globalistas no lo habían aprovechado.


Este es exactamente el estado de pánico y casi histérico en el que los representantes de la élite globalista han pasado los últimos cuatro años. Y es por eso que la cuestión de la destitución de Trump como presidente de los Estados Unidos era una cuestión de vida o muerte para ellos. Si Trump hubiera mantenido su cargo, el colapso de la estrategia globalista habría sido irreversible.


Pero Biden logró, por las buenas o por las malas, derrocar a Trump y demonizar a sus partidarios. Aquí es donde entra en juego el Gran Reinicio. Realmente no hay nada nuevo en él: es una continuación del vector principal de la civilización de Europa occidental en la dirección del progreso, interpretado en el espíritu de la ideología liberal y la filosofía nominalista. No queda mucho: liberar a los individuos de las últimas formas de identidad colectiva, completar la abolición del género y avanzar hacia un paradigma posthumanista.


Los avances en la alta tecnología, la integración de las sociedades en las redes sociales, estrictamente controladas, como parece ahora, por las élites liberales de una manera abiertamente totalitaria, y el refinamiento de las formas de rastrear e influir en las masas, hacen que el logro del objetivo liberal global se acerque a su concreción.


Pero para hacer ese lanzamiento decisivo, deben, de forma acelerada (y sin prestar más atención a cómo se ve), despejar rápidamente el camino para la finalización de la historia. Y eso significa que el barrido de Trump es la señal para atacar todos los demás obstáculos.


De modo que hemos determinado nuestro lugar en la escala de la historia. Y al hacerlo, obtuvimos una imagen más completa de lo que significa el Gran Reinicio. Es nada menos que el comienzo de la “última batalla”. Los globalistas, en su lucha por el nominalismo, el liberalismo, la liberación individual y la sociedad civil, se presentan a sí mismos como “guerreros de la luz”, trayendo progreso, liberación de miles de años de prejuicios, nuevas posibilidades, y tal vez incluso la inmortalidad física y las maravillas del mundo de la ingeniería genética, a las masas.


Todos los que se les oponen son, a sus ojos, “fuerzas de las tinieblas”. Y según esta lógica, los “enemigos de la sociedad abierta” deben ser tratados con su propia severidad. “Si el enemigo no se rinde, será destruido”. El enemigo es cualquiera que cuestione el liberalismo, el globalismo, el individualismo, el nominalismo en todas sus manifestaciones. Ésta es la nueva ética del liberalismo. No es nada personal. Todo el mundo tiene derecho a ser liberal, pero nadie tiene derecho a ser otra cosa.


El Espia Digital


martes, 27 de abril de 2021

Byung Chul Han

 BYUNG CHUL HAN : EL HOMO DIGITALIS ES CUALQUIER COSA MENOS NADIE


Byung Chul Han : El homo digitalis es cualquier cosa menos nadie"El mundo del hombre digital muestra, además, una topología del todo distinta. Le son extraños los espacios como los estadios deportivo...


"El mundo del hombre digital muestra, además, una topología del todo distinta. Le son extraños los espacios como los estadios deportivos o los anfiteatros, es decir, los lugares de congregación de masas." - Byung-Chul Han


Texto del filósofo surcoreano Byung Chul Han, publicado por primera vez en el libro "Im Schwarm"  en el año 2013. 

                                    

En la Psicología de las masas (1895) Gustave Le Bon, investigador de ese campo, define la modernidad como la «época de las masas». Desde su punto de vista, este fenómeno constituye uno de aquellos puntos críticos en los que el pensamiento humano está en vías de transformación. El presente, dice, es un «periodo de transición y de anarquía». La sociedad futura, en su organización, deberá contar con un nuevo poder, a saber, con el poder de las masas. Y así constata, lacónicamente: «La era en la que entramos será, verdaderamente, la era de las masas»


Le Bon cree que el orden tradicional de dominación decae. A su juicio, ahora ha alcanzado la primacía la «voz del pueblo». Las masas «fundan sindicatos, ante los cuales capitulan todos los poderes, bolsas de trabajo que, pese a las leyes económicas, tienden a regir las condiciones laborales y salariales». Los representantes en el parlamento son solo sus peones. A Le Bon la masa se le presenta como un fenómeno de las nuevas relaciones de dominio. El «derecho divino de las masas» suplantará el del rey. Para Le Bon la rebelión de las masas conduce tanto a la crisis de la soberanía como a la decadencia de la cultura. Las masas, dice Le Bon, son «destructoras de la cultura». Una cultura descansa en «condiciones totalmente inaccesibles a las masas, abandonada a sí misma». 


Sin duda hoy nos encontramos en una nueva crisis, en una transición crítica, de la cual parece ser responsable otra transformación radical: la revolución digital. De nuevo, una formación de muchos asedia a las relaciones dadas de poder y de dominio. La nueva masa es el enjambre digital. Este muestra propiedades que lo distinguen radicalmente de las formaciones clásicas de los muchos, a saber, de la masa.


El enjambre digital no es ninguna masa porque no es inherente a ninguna alma, a ningún espíritu. El alma es congregadora y unificante. El enjambre digital consta de individuos aislados. La masa está estructurada por completo de manera distinta. Muestra propiedades que no pueden deducirse a partir del individuo. En ella los individuos particulares se funden en una nueva unidad, en la que ya no tienen ningún perfil propio. Una concentración casual de hombres no forma ninguna masa. Por primera vez un alma o un espíritu los fusiona en una masa cerrada, homogénea. Al enjambre digital le falta un alma o un espíritu de la masa. Los individuos que se unen en un enjambre digital no desarrollan ningún nosotros. Este no se distingue por ninguna concordancia que consolide la multitud en una masa que sea sujeto de acción. El enjambre digital, por contraposición a la masa, no es coherente en sí. No se manifiesta en una voz. Por eso es percibido como ruido.


Para McLuhan el homo electronicus es un hombre de masas:


“El hombre de masas es el morador electrónico del orbe terrestre y a la vez está unido con todos los demás hombres, como si fuera un espectador en un estadio global de deporte. Así como el espectador en un estadio deportivo es un nadie, de igual manera el ciudadano electrónico es un hombre cuya identidad privada está extinguida psíquicamente por una exigencia excesiva.”


El homo digitalis es cualquier cosa menos nadie. Él mantiene su identidad privada, aun cuando se presente como parte del enjambre. En efecto, se manifiesta de manera anónima, pero por lo regular tiene un perfil y trabaja incesantemente para optimizarlo. En lugar de ser nadie, es un alguien penetrante, que se expone y solicita la atención. En cambio, el nadie de los medios de masas no exige para sí ninguna atención. Su identidad privada está disuelta. Se disuelve en la masa. Y en esto consiste también su dicha. No puede ser anónimo porque es un nadie. Ciertamente, el homo digitalis se presenta con frecuencia de manera anónima, pero no es ningún nadie, sino que es un alguien, a saber, un alguien anónimo.


El mundo del hombre digital muestra, además, una topología del todo distinta. Le son extraños los espacios como los estadios deportivos o los anfiteatros, es decir, los lugares de congregación de masas. Los habitantes digitales de la red no se congregan. Les falta la intimidad de la congregación, que produciría un nosotros. Constituyen una concentración sin congregación, una multitud sin interioridad, un conjunto sin interioridad, sin alma o espíritu. Son ante todo Hikikomoris aislados, singularizados, que se sientan solitarios ante el display (monitor). Medios electrónicos como la radio congregan a hombres, mientras que los medios digitales los aíslan.


Los individuos digitales se configuran a veces como colectivos, por ejemplo, las multitudes inteligentes (smart mobs). Pero sus modelos colectivos de movimiento son muy fugaces e inestables, como en los rebaños constituidos por los animales. Los caracteriza la volatilidad. Además, con frecuencia actúan de manera carnavalesca, lúdica y no vinculante. En esto el enjambre digital se distingue de la masa clásica, que como la masa de trabajadores, por ejemplo, no es volátil, sino voluntaria, y no constituye masas fugaces, sino formaciones firmes. Con un alma, unida por una ideología, la masa marcha en una dirección. Por causa de la resolución y firmeza voluntaria, es susceptible de un nosotros, de la acción común, que es capaz de atacar las relaciones existentes de dominación. Por primera vez, una masa decidida a la acción común engendra poder. Masa es poder. A los enjambres digitales les falta esta decisión. Ellos no marchan. Se disuelven tan deprisa como han surgido. En virtud de esta fugacidad no desarrollan energías políticas. Las shitstorms tampoco son capaces de cuestionar las dominantes relaciones de poder. Se precipitan solo sobre personas particulares, por cuanto las comprometen o las convierten en motivo de escándalo.


Según Michael Hardt y Antonio Negri, la globalización desarrolla dos fuerzas contrapuestas. Por una parte, erige un orden capitalista de dominación descentrado, desligado del territorio, a saber, el «imperio global». Por otra parte, produce la llamada «multitud», una composición de singularidades que se comunican entre sí y actúan en común a través de la red. Se opone al imperio dentro del imperio.


Hardt y Negri construyen su modelo de teoría sobre la base de categorías históricamente superadas, tales como clases y lucha de clases. Así, ellos definen la «multitud» como una clase que es capaz de acción común.


“En una primera aproximación la multitud ha de entenderse como composición de todos aquellos que trabajan bajo el dominio del capital y, en consecuencia, potencialmente como la clase que se resiste al dominio del capital”


La violencia que surge del imperio global es interpretada como poder de explotación del otro:


“Es la multitud la fuerza productiva real de nuestro mundo social, mientras que el Imperio es un mero aparato de captura que solo vive fuera de la vitalidad de la multitud —como diría Marx, un régimen vampiro de trabajo muerto acumulado que solo sobrevive chupando la sangre de los vivos.”


Hablar de clase solo tiene sentido dentro de una pluralidad de clases. Y lo cierto es que la multitud es la única clase. Pertenecen a ella todos los que participan en el sistema capitalista. El imperio global no es ninguna clase dominante que explote a la multitud, pues hoy cada uno se explota a sí mismo, y se figura que vive en la libertad. El actual sujeto del rendimiento es actor y víctima a la vez. Sin duda Hardt y Negri no conocen esta lógica de la propia explotación, mucho más eficiente que la explotación por parte de otro. En el imperio propiamente no gobierna nadie. Él constituye el sistema capitalista mismo, que recubre a todos. Así, hoy es posible una explotación sin dominación.


Los sujetos neoliberales de la economía no constituyen ningún nosotros capaz de acción común. La creciente tendencia al egoísmo y a la atomización de la sociedad hace que se encojan de forma radical los espacios para la acción común, e impide con ello la formación de un poder contrario, que pudiera cuestionar realmente el orden capitalista. El socio deja paso al solo. Lo que caracteriza la actual constitución social no es la multitud, sino más bien la soledad (non multitudo, sed solitudo). Esa constitución está inmersa en una decadencia general de lo común y lo comunitario. Desaparece la solidaridad. La privatización se impone hasta en el alma. La erosión de lo comunitario hace cada vez menos probable una acción común. Hardt y Negri no se enteran de esta evolución social e invocan una revolución comunista de la multitud. Su libro termina con una transfiguración romántica del comunismo:


“En la posmodernidad nos hallamos en la situación de Francisco, levantando contra la miseria del poder la alegría de ser. Esta es una revolución que ningún poder logrará controlar —porque biopoder y comunismo, cooperación y revolución, permanecen juntos, en amor, simplicidad, y también inocencia. Esta es la irreprimible alegría y gozo de ser comunistas.”


Bloghemia

Lo desconocido

 El sexto sentido y la glándula pineal

martes, 20 de abril de 2021

Dialogo

 LA EXISTENCIA DE DIOS | DEBATE ENTRE BERTRAND RUSSELL Y EL PADRE F. C. COPLESTON


«Gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se deben a que los ignorantes están completamente seguros y los inteligentes llenos de dudas»...  -  Bertrand Russell                              


Este debate fue transmitido por radio originalmente en 1948 en el Tercer Programa de la BBC. Fue publicado en Humanitas en el otoño de 1948. 


COPLESTON: Como vamos a discutir aquí la existencia de Dios, quizás sería conveniente llegar a un acuerdo provisional en cuanto a lo que entendemos por el término «Dios». Presumo que entendemos un ser personal supremo, distinto del mundo y creador del mundo. ¿Está de acuerdo, al menos provisionalmente, en aceptar esta declaración como significado de la palabra «Dios»?


RUSSELL: Sí, acepto esa definición.


COPLESTON: Bien, mi posición es la posición afirmativa de que tal ser existe realmente y que Su existencia puede ser probada filosóficamente. Quizás podría decirme si su posición es la del agnosticismo o el ateísmo. Quiero decir, ¿cree que puede probarse la no existencia de Dios?


RUSSELL: No, yo no digo eso: mi posición es agnóstica.


COPLESTON: ¿Está de acuerdo conmigo en que el problema de Dios es un problema de gran importancia? Por ejemplo, ¿está de acuerdo en que si Dios no existe, los seres humanos y la historia humana pueden no tener otra finalidad que la finalidad que ellos decidan elegir, lo cual, en la práctica, significaría la finalidad que impusieran los que tienen poder para imponerla?


RUSSELL: Hablando en términos generales, sí, aunque tendría que poner alguna limitación a su última cláusula.


COPLESTON: ¿Cree que si no hay Dios, si no hay un Ser absoluto, puede haber valores absolutos? Quiero decir, ¿cree que, si no hay un bien absoluto, el resultado es la relatividad de los valores?


RUSSELL: No, creo que esas cuestiones son lógicamente distintas. Tome, por ejemplo, la obra de G. E. Moore, Principia Ethica , donde él sostiene que hay una diferencia entre bien y mal, que ambas cosas son conceptos definidos. Pero no saca a relucir la idea de Dios en apoyo de su afirmación.


COPLESTON: Bueno, dejemos para más tarde la cuestión del bien, hasta que lleguemos al argumento moral, y antes daré un argumento metafísico. Querría destacar principalmente el argumento metafísico basado en el argumento de Leibniz de la «contingencia», y luego discutiremos el argumento moral. ¿Quiere que haga una breve exposición sobre el argumento metafísico, y luego pasemos a discutirlo?


RUSSELL: Ése me parece un buen plan.


EL ARGUMENTO DE LA CONTINGENCIA


COPLESTON: Bien, para aclarar, dividiré el argumento en distintas fases. En primer lugar, diría, sabemos que hay, al menos, ciertos seres en el mundo que no contienen en sí mismos la razón de su existencia. Por ejemplo, yo dependo de mis padres, y ahora del aire, del alimento, etc.


Segundo, el mundo es simplemente la totalidad o el conjunto real o imaginado de objetos individuales, ninguno de los cuales contiene sólo en sí mismo la razón de su existencia. No hay ningún mundo distinto de los objetos que lo forman, así como la raza humana no es algo aparte de sus miembros. Por lo tanto, diría pues que existen objetos y acontecimientos, y como ningún objeto de experiencia contiene dentro de sí mismo la razón de su existencia, esta razón, la totalidad de los objetos, tiene que tener una razón fuera de sí misma. Esa razón tiene que ser un ser existente. Bien, ese ser es la razón de su propia existencia o no lo es. Si lo es, enhorabuena. Si no lo es, tenemos que seguir adelante. Pero si procedemos en este sentido hasta el infinito, entonces no hay explicación de la existencia. Así, diría, con el fin de explicar la existencia, tenemos que llegar a un ser que contiene en sí mismo la razón de su existencia, es decir que no puede no existir.


RUSSELL: Eso plantea muchas cuestiones y no es del todo fácil saber por dónde empezar, pero creo que, quizás, respondiendo a su argumento, el mejor modo de empezar es la cuestión del ser necesario. La palabra «necesario», a mi entender, sólo puede aplicarse significativamente a las proposiciones. Y, en realidad, sólo a las analíticas, es decir, a las proposiciones cuya negación supone una contradicción manifiesta. Yo sólo podría admitir un ser necesario si hubiera un ser cuya existencia sólo pudiere negarse mediante una contradicción manifiesta. Querría saber si usted acepta la división de Leibniz de las proposiciones en verdades de razón y verdades de hecho. Si acepta las primeras, las verdades de razón, como necesarias.


COPLESTON: Bien, yo, desde luego, no suscribo lo que parece ser la idea de Leibniz sobre las verdades de razón y las verdades de hecho, ya que al parecer, para él, a la larga, sólo hay proposiciones analíticas. Al parecer, para Leibniz, las verdades de hecho se pueden reducir en último término a verdades de razón. Es decir, a proposiciones analíticas, al menos para la mente omnisciente. Yo no estoy de acuerdo con eso. Por un lado, no se corresponde con los requisitos de la experiencia de la libertad. Yo no deseo apoyar toda la filosofía de Leibniz. Me he valido de su argumento de la contingencia para el ser necesario, basando el argumento en el principio de la razón suficiente, simplemente porque me parece una formulación breve y clara de lo que es, en mi opinión, el argumento metafísico fundamental de la existencia de Dios.


RUSSELL: Pero, a mi entender, «una proposición necesaria» tiene que ser analítica. No veo qué otra cosa puede significar. Y las proposiciones analíticas son siempre complejas y lógicamente algo lentas. «Los animales irracionales son animales» es una proposición analítica; pero una proposición como «Esto es un animal» no puede ser nunca analítica. En realidad, todas las proposiciones que pueden ser analíticas son un poco lentas en la construcción de proposiciones.


COPLESTON: Tomemos la proposición «Si hay un ser contingente, entonces hay un ser necesario». Considero que esa proposición, hipotéticamente expresada, es una proposición necesaria. Si va a llamar proposición analítica a toda proposición necesaria, entonces, para evitar una discusión sobre terminología, convendré en llamarla analítica, aunque no la considero una proposición tautológica. Pero la proposición es sólo una proposición necesaria en el supuesto de que exista un ser contingente. El que exista realmente un ser contingente tiene que ser descubierto por experiencia, y la proposición de que existe un ser contingente no es ciertamente una proposición analítica, aunque, como usted sabe, yo una vez sostuve que, si hay un ser contingente, necesariamente hay un ser necesario.


RUSSELL: La dificultad de esta discusión estriba en que yo no admito la idea de un ser necesario, y no admito que tenga ningún significado particular el llamar «contingentes» a otros seres. Estas frases no tienen para mí significado más que dentro de una lógica que yo rechazo.


COPLESTON: ¿Quiere decir que rechaza usted estos términos porque no encajan en lo que se denomina «lógica moderna»?


RUSSELL: Bien, no les encuentro significación. La palabra «necesario» me parece una palabra inútil, excepto cuando se aplica a proposiciones analíticas, no a cosas.


COPLESTON: En primer lugar, ¿qué entiende por «lógica moderna»? Que yo sepa, hay sistemas un poco diferentes. En segundo lugar, no todos los lógicos modernos reconocen seguramente la falta de sentido de la metafísica. De todos modos, ambos sabemos que había un pensador moderno muy eminente, cuyos conocimientos de lógica moderna eran bien profundos, que no pensaba ciertamente que la metafísica carece de sentido o, en particular, que el problema de Dios carece de sentido. De nuevo, aunque todos los lógicos modernos sostuvieran que los términos metafísicos carecen de sentido, eso no significaría que tuviesen razón. La proposición de que los términos metafísicos carecen de sentido me parece una proposición basada en una supuesta filosofía. La proposición dogmática que hay detrás de ella parece ser ésta: lo que no cabe dentro de mi máquina no existe, o carece de sentido; es la expresión de la emoción. Sencillamente, estoy tratando de destacar que cualquiera que afirma que un sistema particular de lógica moderna es el único criterio sensato, afirma algo superdogmático; insiste dogmáticamente en que una parte de la filosofía es toda la filosofía. Después de todo, un ser «contingente» es un ser que no tiene en sí mismo la completa razón de su existencia, que es lo que yo entiendo por ser contingente. Usted sabe, tan bien corno yo, que no puede ser explicada la existencia de ninguno de nosotros sin referencia a algo o alguien fuera de nosotros, nuestros padres, por ejemplo. Por el contrario, un ser «necesario» significa un ser que tiene que existir y no puede dejar de existir. Puede decir que no existe tal ser, pero le va a ser difícil convencerme de que no entiende los términos que uso. Si no los entiende, ¿qué motivos tiene entonces para decir que no existe ese ser, si es eso lo que dice?


RUSSELL: Bien, aquí hay puntos en los que no quiero profundizar. No sostengo en absoluto que la metafísica carezca de sentido en general. Sostengo la falta de sentido de ciertos términos particulares, no basándome en alguna razón general, sino simplemente porque no he sido capaz de ver una interpretación de esos términos particulares. No es un dogma general; es una cosa particular. Pero, por el momento, dejo esos puntos. Y diré que lo que ha dicho nos lleva, a mi entender, al argumento ontológico de que hay un ser cuya esencia implica existencia, de forma que Su existencia es analítica. A mí eso me parece imposible, y plantea, claro está, la cuestión de lo que uno entiende por existencia, y, en cuanto a esto, pienso que no puede decirse nunca que un sujeto nombrado existe significativamente, sino sólo un sujeto descrito. Y que la existencia, en realidad, no es, definitivamente, un predicado.


COPLESTON: Bien, usted dice, me parece, que es mala gramática o, mejor dicho, mala sintaxis el decir, por ejemplo, «T. S. Eliot existe»; debería decirse, por ejemplo, «El autor de Asesinato en la Catedral existe». ¿Va usted a decirme que la proposición «La causa del mundo existe» carece de significado? Puede decir que el mundo no tiene causa; pero yo no veo cómo puede decir que la proposición «La causa del mundo existe» no tiene sentido. Póngalo en forma de pregunta: «¿Tiene el mundo una causa?» «¿Existe la causa del mundo?» La mayoría de la gente entendería seguramente la pregunta, aun cuando no estén de acuerdo sobre la respuesta.


RUSSELL: Bien; realmente la pregunta «¿Existe la causa del mundo?» es una pregunta con significado. Pero si dice «Sí, Dios es la causa del mundo», emplea a Dios como nombre propio; luego «Dios existe» no será una afirmación con significado; ésa es la postura que yo defiendo. Porque, por lo tanto, se deduce que no puede nunca ser una proposición analítica decir que esto o aquello existe. Por ejemplo, supongamos que toma como tema «el círculo cuadrado existente»; parecería una proposición analítica decir «el círculo cuadrado existente existe», pero no existe.


COPLESTON: No, no existe, pero no se puede decir que no existe hasta que se tenga un concepto de lo que es la existencia. En cuanto a la frase «círculo cuadrado existente» yo diría que carece absolutamente de significado.


RUSSELL: Completamente de acuerdo. Entonces yo diría lo mismo en otro contexto en lo que respecta a un «ser necesario».


COPLESTON: Bien, parece que hemos llegado a un callejón sin salida. El decir que un ser necesario es un ser que tiene que existir y no puede dejar de existir tiene para mí un significado definido. Para usted carece de significado.


RUSSELL: Bien, podemos llevar el asunto un poco más lejos, me parece. Un ser que tiene que existir y que no puede dejar de existir sería, según usted, un ser cuya esencia supone existencia.


COPLESTON: Sí, un ser que es la esencia de lo que ha de existir. Pero yo no querría discutir la existencia de Dios simplemente partiendo de la idea de Su esencia, porque no creo que hasta ahora tengamos una clara intuición de la esencia de Dios. Creo que tenemos que discutir partiendo de la experiencia del mundo hasta llegar Dios.


RUSSELL: Sí, veo claramente la diferencia. Pero, al mismo tiempo, un ser con el conocimiento suficiente podría decir: «¡Aquí está este ser cuya esencia supone existencia!»


COPLESTON: Sí, ciertamente, si alguien viera a Dios, vería que Dios tiene que existir.


RUSSELL: Por eso digo que hay un ser cuya esencia supone existencia aunque no conozcamos esa esencia. Sólo sabemos que ese ser existe.


COPLESTON: Sí, yo añadiría que no conocemos la esencia a priori . Sólo a posteriori , a través de nuestra experiencia del mundo, llegamos a un conocimiento de la existencia de ese ser. Y entonces, uno se dice, la esencia y la existencia tienen que ser idénticas. Porque si la esencia de Dios y la existencia de Dios no son idénticas, entonces habría que buscar más allá de Dios alguna razón suficiente de esta existencia.


RUSSELL: Luego, todo gira en torno a la cuestión de la razón suficiente y tengo que declarar que no me ha definido aún la «razón suficiente» de un modo que yo pueda comprenderla. ¿Qué entiende por razón suficiente? ¿No quiere decir causal?


COPLESTON: No necesariamente. La causa es una especie de razón suficiente. Sólo un ser contingente puede tener una causa. Dios es Su propia razón suficiente; y Él no es la causa de Sí. Por razón suficiente, en sentido absoluto, entiendo una explicación adecuada de la existencia de algún ser particular.


RUSSELL: Pero ¿cuándo es adecuada una explicación? Supongamos que yo me dispongo a encender una cerilla. Usted puede decir que una explicación suficiente es que la frote contra la caja.


COPLESTON: Bien, en lo que respecta a la práctica, sí, pero teóricamente esa es sólo una explicación parcial. Una explicación adecuada tiene que ser en último término una explicación total, a la cual no se puede añadir nada más.


RUSSELL: Entonces sólo puedo decir que usted busca algo que no se puede conseguir, y que no debemos esperar conseguir.


COPLESTON: El decir que no se ha encontrado es una cosa; el decir que no debe buscarse me parece demasiado dogmático.


RUSSELL: Bien, no lo sé. Quiero decir que la explicación de una cosa es otra cosa que hace la otra cosa dependiente de otra cosa aún, y que hay que captar todo este lamentable sistema de cosas para hacer lo que usted quiere, y eso no lo podemos hacer.


COPLESTON: ¿Pero me va a decir que no podemos o que no deberíamos siquiera plantear la cuestión de la existencia de esta lamentable serie de cosas… de todo el universo?


RUSSELL: Sí. No creo que tenga ningún sentido. Creo que la palabra «universo» es una palabra útil con relación a algo, pero no creo que represente algo que tenga un significado.


COPLESTON: Si la palabra carece de significado, no puede ser tan útil. De todas maneras, no digo que el universo sea algo distinto de los objetos que lo componen (ya lo indiqué en mi breve resumen de la prueba); lo que hago es buscar la razón, en este caso la causa, de los objetos, cuya totalidad real o imaginada constituye lo que llamamos universo. ¿Usted dice: yo creo que el universo -o mi existencia si lo prefiere, o cualquier otra existencia- es ininteligible?


RUSSELL: Primero voy a rebatir el punto de que si una palabra carece de sentido no puede ser útil. Eso suena bien, pero no es verdad. Tomemos, por ejemplo, la palabra «el» o «que». Usted no puede indicarme ningún objeto con esos significados, pero son muy útiles; yo diría lo mismo de «universo». Pero dejando eso aparte, usted pregunta si creo que el universo es ininteligible. Yo no diría ininteligible; creo que no tiene explicación. Inteligible para mí es una cosa diferente. Se refiere a la cosa en sí, intrínsecamente, y no a sus relaciones.


COPLESTON: Bien, mi criterio es que lo que denominamos mundo es intrínsecamente ininteligible, aparte de la existencia de Dios. Verá, yo no creo que el carácter infinito de una serie de acontecimientos -me refiero a una serie horizontal, por así decirlo-, si ese carácter infinito pudiera ser probado, tenga alguna relevancia. Si usted suma chocolates, obtendrá chocolates y no una oveja. Si suma chocolates hasta el infinito, es presumible que obtendrá un número infinito de chocolates. Así, si suma seres contingentes hasta el infinito, seguirá obteniendo seres contingentes, no un ser necesario. Una serie infinita de seres contingentes será, de acuerdo con mi modo de pensar, igualmente incapaz de ser su causa, como un solo ser contingente. Sin embargo, usted dice, según creo, que no se puede plantear la cuestión de lo que explicaría la existencia de cualquier objeto particular, ¿no es así?


RUSSELL: Sí, si entiende que explicarla es simplemente hallar su causa.


COPLESTON: Bien, ¿por qué detenernos en un objeto particular? ¿Por qué no presentar la cuestión de la causa de la existencia de todos los objetos particulares?


RUSSELL: Porque no encuentro la razón para pensar que la hay. Todo concepto de causa está derivado de nuestra observación de cosas particulares; no encuentro ninguna razón para suponer que el total tenga una causa, cualquiera que sea.


COPLESTON: Bien, el decir que no hay causa no es lo mismo que decir que no debemos buscar una causa. La afirmación de que no hay causa debería venir, si viene, al final de la indagación, no al principio. En cualquier caso, si el total carece de causa, entonces, a mi manera de ver, tiene que ser su propia causa, lo que me parece imposible. Además, la afirmación de que el mundo existe, aunque sólo sea como respuesta a una pregunta, presupone que la pregunta tiene sentido.


RUSSELL: No, no necesita ser su propia causa; lo que digo es que el concepto de causa no es aplicable al total.


COPLESTON: Entonces, ¿está de acuerdo con Sartre en que el universo es lo que él llama «gratuito»?


RUSSELL: Bien, la palabra «gratuito» sugiere que podría haber algo más; yo digo que el universo simplemente existe, eso es todo.


COPLESTON: Bien, no comprendo cómo suprime la legitimidad de preguntar cómo el total, o cualquiera de las partes, ha adquirido existencia. ¿Por qué algo, mejor que nada? El hecho de que sostengamos nuestra noción de casualidad empíricamente de causas particulares no excluye la posibilidad de preguntar cuál es la causa de la serie. Si la palabra «causa» careciera de sentido, o si pudiera demostrarse que el criterio de Kant sobre la materia era el verdadero, la pregunta sería ilegítima; pero usted no parece sostener que la palabra «causa» carezca de sentido, ni creo que sea kantiano.


RUSSELL: Puedo ilustrar lo que me parece su falacia por excelencia. Todo hombre existente tiene una madre y me parece que su argumento es que, por lo tanto, la raza humana tiene una madre, pero evidentemente la raza humana no tiene una madre: ésa es una esfera lógica diferente.


COPLESTON: Bien, realmente no veo ninguna similitud. Si dijera «todo objeto tiene una causa fenoménica; por lo tanto, toda la serie tiene una causa fenoménica», habría una similitud; pero no digo eso; digo: todo objeto tiene una causa fenoménica si insiste en la infinidad de la serie, pero la serie de causas fenoménicas es una explicación insuficiente de la serie. Por lo tanto, la serie tiene, no una causa fenoménica, sino una causa trascendente.


RUSSELL: Eso, presuponiendo siempre que no sólo cada cosa particular del mundo sino el mundo globalmente tiene que tener una causa. No encuentro la razón para esa suposición. Si usted me la da, le escucharé.


COPLESTON: Bien, la serie de acontecimientos tiene causa o no tiene causa. Si la tiene, debe haber, evidentemente, una causa fuera de la serie. Si no tiene causa, entonces es suficiente por sí misma, y si lo es, es lo que yo llamo necesaria. Pero no puede ser necesaria ya que cada miembro es contingente, y hemos convenido en que el total no tiene realidad aparte de sus miembros, y por lo tanto no puede ser necesario. Por lo tanto, no puede carecer de causa, y tiene que tener una causa. Y me gustaría anotar, de pasada, que la afirmación «el mundo existe sencillamente y es inexplicable» no puede ser producto del análisis lógico.


RUSSELL: No quiero parecer arrogante, pero me parece que puedo concebir cosas que usted dice que la mente humana no puede concebir. En cuanto a que las cosas no tengan causa, los físicos nos aseguran que la transición del cuántum individual de los átomos carece de causa.


COPLESTON: Bien, yo me pregunto si eso no es simplemente una inferencia transitoria.


RUSSELL: Puede ser, pero demuestra que las mentes de los físicos pueden concebirlo.


COPLESTON: Sí, convengo en que algunos científicos -los físicos- están dispuestos a permitir la indeterminación dentro de un campo restringido. Pero hay muchos científicos que no están tan dispuestos. Creo que el profesor Dingle, de la Universidad de Londres, sostiene que el principio de la incertidumbre de Heisenberg nos dice algo sobre el éxito (o la falta de él) de la presente teoría atómica basada en observaciones correlativas, pero no sobre la naturaleza en sí, y muchos físicos comparten este criterio. Sea como sea, no comprendo cómo los físicos pueden no aceptar la teoría en la práctica, aunque no la acepten en teoría. No comprendo cómo puede hacerse ciencia, si no es basándose en la suposición del orden y la inteligibilidad de la naturaleza. El físico presupone, al menos tácitamente, que tiene cierto sentido investigar la naturaleza y buscar las causas de los acontecimientos, como el detective presupone que tiene un sentido el buscar la causa de un asesinato. El metafísico supone que tiene sentido buscar la razón o la causa de los fenómenos y, como no soy kantiano, considero que el metafísico está tan justificado en su suposición como el físico. Cuando Sartre, por ejemplo, dice que el mundo es gratuito, creo que no ha considerado suficientemente lo que implica «gratuito».


RUSSELL: Creo… me parece que de eso no podemos hablar por extensión; un físico busca causas; eso no significa necesariamente que haya causas por todas partes. Un hombre puede buscar oro sin suponer que haya oro en todas partes; si encuentra oro, enhorabuena; si no lo encuentra mala suerte. Lo mismo ocurre cuando los físicos buscan causas. En cuanto a Sartre, no sé exactamente lo que quiere decir, y no querría que pensasen que lo interpreto, pero, por mi parte, creo que la noción de que el mundo tiene una explicación es un error. No veo por qué uno debe esperar que la tenga, y creo que lo que dice sobre la justificación de la suposición del científico es una afirmación excesiva.


COPLESTON: Bien, me parece que el científico hace ciertas suposiciones. Cuando experimenta para averiguar alguna verdad particular, detrás del experimento se esconde la suposición de que el universo no es simplemente discontinuo. Existe la posibilidad de averiguar una verdad mediante el experimento. El experimento puede ser malo, puede no tener resultado, o no el resultado deseado, pero, de todas maneras existe la posibilidad de hallar la verdad que supone mediante el experimento. Y esto me parece que presupone un universo ordenado e inteligible.


RUSSELL: Creo que está generalizando más de lo necesario. Sin duda el científico supone que probablemente la hallará y con frecuencia es así. No da por supuesto que la hallará seguro y ése es un asunto muy importante en la física moderna,


COPLESTON: Bien, creo que lo da por supuesto, o está obligado a darlo tácitamente, en la práctica. Puede ocurrir, citando al profesor Haldane que «cuando encienda un gas bajo la marmita, parte de las moléculas de agua se evaporarán, y no habrá modo de averiguar cuáles serán», pero no hay que pensar necesariamente que la idea de la casualidad tenga que ser introducida excepto en relación con nuestros propios conocimientos.


RUSSELL: No, no es así, al menos si puedo creer en lo que él mismo dice. Descubre muchas cosas el científico; descubre muchas cosas que están sucediendo en el mundo, que son, al principio, comienzos de cadenas causales, primeras causas que no tienen causa en sí mismas. No supone que todo tiene una causa.


COPLESTON: Seguramente hay una primera causa dentro de un cierto campo elegido. Es una primera causa relativa.


RUSSELL: No creo que diga eso. Si existe un mundo en el cual la mayoría de los acontecimientos, pero no todos, tienen causas, el científico podrá describir las probabilidades e incertidumbres suponiendo que este acontecimiento particular en que uno está interesado, probablemente tiene una causa. Y como, en cualquier caso, no se tiene más que la probabilidad, con eso basta.


COPLESTON: Puede ocurrir que el científico no espere obtener más que la probabilidad, pero, al plantear la cuestión, supone que la cuestión de la explicación tiene un significado. Pero su criterio general es, entonces, Lord Russell, que no es siquiera legítimo plantear la cuestión de la causa del mundo, ¿no es así?


RUSSELL: Sí, ésa es mi postura.


COPLESTON: Si esa cuestión carece para usted de significado, es, claro está, muy difícil discutirla, ¿no es cierto?


RUSSELL: Sí, es muy difícil. ¿Qué le parece si pasamos a otros problemas?


LA EXPERIENCIA RELIGIOSA


COPLESTON: Muy bien. Voy a decir unas palabras sobre la experiencia religiosa, y luego pasaremos a la experiencia moral. Yo no considero la experiencia religiosa como una prueba estricta de la existencia de Dios, por lo que el carácter de la discusión cambia un poco, pero creo que puede decirse que su mejor aplicación es la existencia de Dios. Por experiencia religiosa no entiendo simplemente sentirse a gusto. Entiendo una apasionada, aunque oscura, conciencia de un objeto que irresistiblemente parece al sujeto de la experiencia algo que le trasciende, algo que trasciende todos los objetos normales de experiencia, algo que no puede ser imaginado, ni conceptualizado, pero cuya realidad es indudable, al menos durante la experiencia. Yo afirmaría que no puede explicarse adecuadamente y sin dejarse cosas en el tintero; sólo subjetivamente. La experiencia básica real, de todos modos, se explica fácilmente mediante la hipótesis de que existe realmente alguna causa objetiva de esa experiencia.


RUSSELL: Yo respondería a esa argumentación que todo el argumento que se derive de nuestros estados de conciencia con respecto a algo fuera de nosotros es un asunto muy peligroso. Aun cuando todos admitimos su validez, sólo nos sentimos justificados al hacerlo, me parece a mí, en virtud del consenso de la humanidad. Si hay una multitud en una habitación y en la habitación hay un reloj, todos pueden ver el reloj. El hecho de que todos puedan verlo tiende a hacerles pensar que no se trata de una alucinación: mientras que esas experiencias religiosas tienden a ser muy particulares.


COPLESTON: Sí, así es. Hablo estrictamente de la experiencia mística pura, y ciertamente no incluyo lo que se llaman visiones. Me refiero sencillamente a la experiencia, y admito plenamente que es inefable, del objeto trascendente o de lo que parece ser un objeto trascendente. Recuerdo que Julian Huxley dijo en una conferencia que la experiencia religiosa, o la experiencia mística, es una experiencia tan real como el enamorarse o el apreciar la poesía y el arte. Bien, yo creo que cuando apreciamos la poesía y el arte apreciamos poemas concretos o una obra de arte en concreto. Si nos enamoramos, nos enamoramos de alguien, no de nadie.


RUSSELL: Permítame interrumpirle un momento. Eso no sucede siempre así. Los novelistas japoneses nunca creen que han conseguido su objetivo hasta que gran cantidad de seres reales se han suicidado por amor a la heroína imaginaria.


COPLESTON: Bien, le creo lo que dice que sucede en el Japón. No me he suicidado, gracias a Dios, pero me vi fuertemente influido, al tomar dos importantes decisiones en mi vida, por dos biografías. Sin embargo, debo aclarar que encuentro poca semejanza entre la influencia real de esos libros sobre mí, y la experiencia mística pura, hasta el punto, entiéndase, en que alguien ajeno a ella puede tener una idea de tal experiencia.


RUSSELL: Bien, yo quiero decir que no debemos considerar a Dios al mismo nivel que los personajes de una obra de ficción. ¿Reconocerá que aquí hay una diferencia?


COPLESTON: Desde luego. Pero lo que yo diría es que la mejor explicación parece ser la explicación que no es puramente subjetiva. Claro que una explicación subjetiva es posible en el caso de cierta gente, en la que hay escasa relación entre la experiencia y la vida, como en el caso de los alucinados, etc. Pero cuando se llega al tipo puro, como por ejemplo San Francisco de Asís, cuando se obtiene una experiencia cuyo resultado es un desbordamiento de amor creativo y dinámico, la mejor explicación, a mi entender, es la existencia real de una causa objetiva de la experiencia.


RUSSELL: Bien, yo no afirmo dogmáticamente que no hay Dios. Lo que sostengo es que no sabemos que lo haya. Yo sólo puedo tener en cuenta lo que se registra, y encuentro que se registran muchas cosas, pero estoy seguro de que usted no acepta lo que se dice sobre los demonios, etc., aunque todas esas cosas se afirman exactamente con el mismo tono de voz y con la misma convicción. Y el místico, si su visión es verdadera, puede decir que él sabe que existen los demonios. Pero yo no sé que los haya.


COPLESTON: Seguramente en el caso de los demonios ha habido gente que ha hablado principalmente de visiones, apariciones, ángeles o diablos, etcétera. Yo excluiría las apariciones porque pueden ser explicadas con independencia de la existencia del sujeto supuestamente visto.


RUSSELL: Pero ¿no cree que hay suficientes casos registrados de personas que creen que han oído cómo Satán les hablaba dentro de su corazón, del mismo modo que los místicos afirman a Dios? Y ahora no hablo de una visión exterior, hablo de una experiencia puramente mental. Ésa parece ser una experiencia de la misma clase que la experiencia de Dios de los místicos, y no veo por qué, por lo que nos dicen los místicos, no se puede sostener el mismo argumento en favor de Satán.


COPLESTON: Estoy completamente de acuerdo en que hay gente que ha imaginado o pensado que ha visto u oído a Satán. Y de pasada, yo no tengo el menor deseo de negar la existencia de Satán. Pero no creo que la gente haya afirmado haber experimentado a Satán, del modo preciso en que los místicos afirman haber experimentado a Dios. Tomemos el caso de Plotino, que no era cristiano. Éste admite la experiencia de algo inexpresable, el objeto es un objeto de amor, y por lo tanto no un objeto que causa horror y disgusto. Y el efecto de esa experiencia está, diría, refrendado o, mejor dicho, la validez de la experiencia está refrendada por las crónicas de la vida de Plotino. De todas maneras, es más razonable suponer que tuvo esa experiencia, si hemos de aceptar el relato de Porfirio sobre la bondad y benevolencia de Plotino.


RUSSELL: El hecho de que una creencia tenga un buen efecto moral sobre un hombre no constituye ninguna evidencia en favor de su verdad.


COPLESTON: No, pero si pudiera probarse de verdad que la creencia era realmente la causa de un buen efecto en la vida de ese hombre, la consideraría una presunción en favor de alguna verdad; en todo caso, de la parte positiva de la creencia, no de su entera validez. Pero, sea como sea, utilizo el carácter de su vida como prueba en favor de la veracidad y la cordura del místico más que como prueba de la verdad de sus creencias.


RUSSELL: Pero incluso eso no lo considero como prueba. Yo he tenido experiencias que han alterado mi carácter profundamente. Y de todas maneras, en aquel momento pensé que fue alterado para bien. Aquellas experiencias eran importantes, pero no suponían la existencia de algo fuera de mí, y no creo que, si yo hubiere pensado que la suponían, el hecho de que tuvieran un efecto saludable constituiría una prueba de que yo tenía razón.


COPLESTON: No, pero creo que el buen efecto atestiguaría su veracidad en la descripción de la experiencia. Por favor, recuerde que no estoy diciendo que la mediación de un místico o la interpretación de su experiencia deban ser inmunes a la crítica o discusión.


RUSSELL: Evidentemente, el carácter de un joven puede verse, y con frecuencia se ve, inmensamente afectado para bien por las lecturas sobre un gran hombre de la historia, y puede ocurrir que el gran hombre sea un mito y no exista, pero el muchacho queda tan afectado para bien como si existiera. Ha habido gente así. En las Vidas de Plutarco encontramos el ejemplo de Licurgo, que no existió de verdad, pero se puede uno ver muy influido leyendo cosas sobre Licurgo, teniendo incluso la impresión de que ha existido. Entonces uno habrá recibido la influencia de un objeto que ha amado, pero no habrá objeto existente.


COPLESTON: En eso estoy de acuerdo con usted; un hombre puede sufrir la influencia de un personaje de ficción. Sin profundizar en la cuestión de qué es lo que precisamente le afecta (yo diría que un valor real), creo que la situación de ese hombre y del místico son diferentes. Después de todo, el hombre influido por Licurgo no ha tenido la irresistible impresión de que ha experimentado, en alguna forma, la última realidad.


RUSSELL: No creo que haya captado bien mi criterio sobre estos personajes históricos, estos personajes no históricos de la historia. No supongo lo que usted llama un efecto sobre la persona. Supongo que el joven, al leer sobre esa persona y creerla real, la ama, cosa que ocurre con mucha facilidad, pero, sin embargo, ama a un fantasma.


COPLESTON: En un sentido ama a un fantasma, eso es perfectamente cierto; en el sentido, quiero decir, que ama a X o Y que no existen. Pero, al mismo tiempo, creo que el muchacho no ama al fantasma como tal; percibe el valor real, una idea que reconoce como objetivamente válida, y eso es lo que despierta su amor.


RUSSELL: Sí, en el mismo sentido en que hablábamos antes de los personajes de ficción.


COPLESTON: Sí, en un sentido el hombre ama a un fantasma; perfectamente cierto. Pero, en otro, ama lo que percibe como un valor.


EL ARGUMENTO MORAL


RUSSELL: Pero ¿ahora no está diciendo, en efecto, que entiende por Dios todo cuanto es bueno, o la suma total de lo que es bueno, el sistema de lo que es bueno, y, por lo tanto, cuando un joven ama algo bueno, ama a Dios? ¿Es eso lo que dice? Porque, si lo es, hay que discutirlo.


COPLESTON: No digo, claro está, que Dios sea la suma total o el sistema de lo bueno en el sentido panteísta; no soy panteísta, pero sí creo que toda bondad refleja a Dios de alguna forma y procede de Él, de modo que el hombre que ama lo que es realmente bueno, ama a Dios, aun cuando no advierta a Dios. Pero convengo en que la validez de esta interpretación de la conducta de un hombre depende del reconocimiento de la existencia de Dios, evidentemente.


RUSSELL: Sí, pero ése es un punto que hay que probar.


COPLESTON: De acuerdo, pero yo considero que lo prueba el argumento metafísico y ahí diferimos.


RUSSELL: Verá, yo entiendo que hay cosas buenas y cosas malas. Yo amo las cosas que son buenas, que yo creo que son buenas, y odio las cosas que creo malas. No digo que las cosas buenas lo son porque participan de la divina bondad.


COPLESTON: Sí, pero ¿cuál es su justificación para distinguir entre lo bueno y lo malo, o cómo se las arregla para distinguir ambas cosas?


RUSSELL: No necesito justificación alguna, como no la necesito cuando distingo entre el azul y el amarillo. ¿Cuál es mi justificación para distinguir entre el azul y el amarillo? Veo que son diferentes.


COPLESTON: Estoy de acuerdo en que ésa es una excelente justificación. Usted distingue el amarillo del azul porque los ve, pero ¿cómo distingue lo bueno de lo malo?


RUSSELL: Por mis sentimientos.


COPLESTON: Por sus sentimientos. Bien, eso era lo que yo preguntaba. ¿Usted cree que el bien y el mal hacen referencia simplemente al sentimiento?


RUSSELL: Bien, ¿por qué un tipo de objeto parece amarillo y otro azul? Puedo darle una respuesta a eso gracias a los físicos, y en cuanto a que yo considere mala una cosa y otra buena, probablemente la respuesta es de la misma clase, pero no ha sido estudiada del mismo modo y no se la puedo dar.


COPLESTON: Bien, tomemos por ejemplo el comportamiento del comandante de Belsen. A usted le parece malo e indeseable, y a mí también. Para Adolfo Hitler, me figuro que sería algo bueno y deseable. Supongo que usted reconocerá que para Hitler era bueno y para usted malo.


RUSSELL: No, no voy a ir tan lejos. Quiero decir que hay gente que comete errores en eso, como puede cometerlos en otras cosas. Si tiene ictericia verá las cosas amarillas aun cuando no lo sean. En eso comete un error.


COPLESTON: Sí, uno puede cometer errores, pero ¿se puede cometer un error cuando se trata simplemente de una cuestión referida a un sentimiento o a una emoción? Seguramente Hitler sería el único juez posible en lo relativo a sus propias emociones.


RUSSELL: Tiene razón al decir eso, pero puede decir también varias cosas sobre los demás; por ejemplo, que si eso afectaba de tal manera las emociones de Hitler, entonces Hitler afecta de un modo totalmente distinto a mis emociones.


COPLESTON: Concedido. Pero ¿no hay criterio objetivo, aparte del sentimiento, para condenar la conducta del comandante de Belsen, según usted?


RUSSELL: No más que para una persona daltónica que se encuentra exactamente en la misma posición. ¿Por qué condenamos intelectualmente al daltónico? ¿Porque se trata de una minoría?


COPLESTON: Yo diría que es porque le falta algo que normalmente pertenece a la naturaleza humana.


RUSSELL: Sí, pero si se tratara de una mayoría, no diríamos eso.


COPI.ESTON: Entonces, usted diría que no hay criterio aparte del sentimiento que nos permita distinguir entre la conducta del comandante de Belsen y la conducta, por ejemplo, de Sir Strafford Cripps, o del Arzobispo de Canterbury.


RUSSELL: Lo del sentimiento es demasiado simple. Hay que tener en cuenta los efectos de los actos y los sentimientos hacia ésos efectos. Como verá, puede provocar una discusión, si usted dice que cierta clase de sucesos le agradan y que otros no le agradan. Entonces, tendría que tener en cuenta los efectos de las acciones. Puede decir muy bien que los efectos de las acciones del comandante de Belsen fueron dolorosos y desagradables.


COPLESTON: Indudablemente lo fueron, de acuerdo, para toda la gente del campo.


RUSSELL: Sí, pero no sólo para la gente del campo, sino también para los extraños que los contemplaban.


COPLESTON: Sí, completamente cierto. Pero ése es mi criterio. No apruebo esos actos, y sé que usted no los aprueba, pero no veo razón alguna para no aprobarlos, porque, después de todo, para el comandante de Belsen esos actos era agradables.


RUSSELL: Sí, pero ve que en este caso no necesito más razones que en el caso de la percepción de los colores. Hay personas que piensan que todo es amarillo, hay gentes que sufren de ictericia, y yo no estoy de acuerdo con ellas. No puedo probar que las cosas no son amarillas, no hay prueba de ello, pero la mayoría de la gente está de acuerdo conmigo en que el comandante de Belsen estaba cometiendo errores.


COPLESTON: Bien, ¿acepta alguna obligación moral?


RUSSELL: El responder a eso me obligaría a extenderme mucho. Hablando en términos prácticos, sí. Hablando teóricamente, tendría que definir la obligación moral muy cuidadosamente.


COPLESTON: Bien, ¿cree que la palabra «debo» tiene simplemente una connotación emocional?


RUSSELL: No, no lo creo, porque, como decía hace un momento, uno tiene que tener en cuenta los efectos, y yo opino que la buena conducta es la que probablemente produciría el mayor saldo posible en valor intrínseco de todos los actos posibles de acuerdo con las circunstancias, y hay que tener en cuenta los efectos probables de una acción al considerar lo que es bueno.


COPLESTON: Bien, yo traje a colación la obligación moral porque pienso que uno puede acercarse por ese camino a la cuestión de la existencia de Dios. La gran mayoría de la raza humana hará, y siempre ha hecho, alguna distinción entre el bien y el mal. La gran mayoría, a mi entender, tiene alguna conciencia de una obligación en la esfera moral. Yo opino que la percepción de valores y la conciencia de una ley y una obligación morales tienen su mejor aplicación en la hipótesis de una razón trascendente del valor y de un autor de la ley moral. No entiendo por «autor de la ley moral» un autor arbitrario de la ley moral. Creo, en realidad, que esos ateos modernos que han sostenido, a la inversa, «no hay Dios; por lo tanto, no hay valores absolutos ni ley absoluta» son completamente lógicos.


RUSSELL: No me gusta la palabra «absoluto». No creo que haya nada absoluto. La ley moral, por ejemplo, cambia constantemente. En un período del desarrollo de la raza humana casi todo el mundo pensaba que el canibalismo era un deber.


COPLESTON: Bien, no veo que las diferencias entre juicios morales particulares constituyan ningún argumento concluyente contra la universidad de la ley moral. Supongamos por el momento que hay valores morales absolutos; incluso manejando esta hipótesis sólo se puede esperar que diferentes individuos y diferentes grupos posean diversos grados de percepción de esos valores.


RUSSELL: Me siento inclinado a pensar que «debo», el sentimiento que uno tiene acerca de «debo», es un eco de lo que nos han dicho nuestros padres y nuestras ayas.


COPLESTON: Bien, yo me pregunto si se puede acabar con la idea del «debo» solamente en términos de ayas y de padres. Realmente no sé cómo puede ser transmitida a nadie en otros términos que los propios. Me parece que, si hay un orden moral que pesa sobre la conciencia humana, entonces ese orden moral es ininteligible sin la existencia de Dios.


RUSSELL: Entonces, tiene que elegir una de las dos cosas. O Dios sólo habla a un pequeño porcentaje de la humanidad -que da la casualidad que le comprende a usted-, o deliberadamente dice cosas que no son ciertas, cuando se dirige a la conciencia de los salvajes.


COPLESTON: Bien, yo no estoy sugiriendo que Dios dicte realmente los preceptos morales a la conciencia. Las ideas humanas del contenido de la ley moral dependen, desde luego, en gran parte de la educación y del medio, y un hombre tiene que usar su razón al estimar la validez de las ideas morales reales de su grupo social. Pero la posibilidad de criticar el código moral aceptado presupone que hay un patrón objetivo, que hay un orden moral ideal, que se impone (quiero decir, cuyo carácter obligatorio puede ser reconocido). Creo que el reconocimiento de este orden moral ideal es parte del reconocimiento de la contingencia. Implica la existencia de un fundamento real de Dios.


RUSSELL: Pero el legislador siempre ha sido, a mi parecer, los padres o alguien semejante. Hay muchos legisladores terrestres, lo que explica por qué las conciencias de la gente son tan extraordinariamente distintas en diferentes tiempos y lugares.


COPLESTON: Eso ayuda a explicar las diferencias de percepción de los valores morales particulares, diferencias que de lo contrario son inexplicables. Ayudará también a explicar los cambios en materia de ley moral, en el contenido de los preceptos aceptados por esta o aquella nación, o este o aquel individuo. Pero su forma, lo que Kant llama el imperativo categórico, el «debo», yo realmente no sé cómo puede ser inculcado a nadie por los padres o las ayas, porque no hay términos posibles, que yo sepa, con que se pueda explicar. No puede definirse con otros términos que los suyos propios, porque una vez que se le ha definido en otros términos que ésos, se ha terminado con él. Ya no es un deber moral. Ya es otra cosa.


RUSSELL: Bien, yo creo que el sentimiento del deber es la consecuencia de la imaginaria reprobación de alguien; puede ser la imaginaria reprobación de Dios, pero es la reprobación imaginaria de alguien. Y eso es lo que yo entiendo por «deber».


COPLESTON: A mí me parece que todas las cosas externas, las costumbres y tabús, son las que pueden ser explicadas en base al medio y la educación, mas todo eso pertenece, a mi entender, a lo que llamo la materia de la ley, al contenido. La idea de «deber» es tal que no puede ser inculcada a un hombre por un jefe de tribu ni por nadie, porque no hay términos para ello. Me parece perfectamente… (Russell interrumpe).


RUSSELL: Pero no encuentro ninguna razón para decir eso. Todos sabemos algo sobre reflejos condicionados. Sabemos que un animal, si se le castiga habitualmente por un determinado acto, a1 cabo de un tiempo dejará de hacerlo. No creo que el animal deje de hacerlo porque se ha dicho «mi amo se enfadará si hago esto». Tiene la sensación de que no debe hacer aquello. Eso es lo que ocurre con nosotros y nada más.


COPLESTON: No veo ninguna razón que nos haga suponer que un animal tiene conciencia de la obligación moral; y la verdad es que no consideramos a un animal moralmente responsable por sus actos de desobediencia. Pero el hombre tiene conciencia de la obligación y de los valores morales. No creo que se pueda condicionar a los hombres, como se puede «condicionar» a un animal, ni supongo que usted quisiera hacerlo realmente, aun cuando se pudiera. Si el conductismo fuera cierto, no habría distinción moral objetiva entre el emperador Nerón y San Francisco de Asís. No puedo menos que pensar, Lord Russell, que usted considera la conducta del comandante de Belsen como moralmente reprensible, y que usted jamás, bajo la circunstancia que fuese, actuaría de ese modo, aun cuando pensase, o tuviera razones para pensar, que posiblemente el saldo de felicidad de la raza humana podría aumentarse si se tratase a algunas personas de esa manera abominable.


RUSSELL: No. Yo no imitaría la conducta de un perro rabioso. Pero el que no lo hiciera no incumbe a la cuestión que estamos discutiendo.


COPLESTON: No, pero si usted estuviera dando una explicación utilitaria del bien y del mal en términos de consecuencias, podría sostenerse, y yo supongo que algunos de los mejores nazis lo habrán sostenido, que, aunque es lamentable proceder de este modo, sin embargo, a la larga el saldo de felicidad es mayor. No creo que usted afirme eso, ¿verdad? Yo creo que usted dirá que esa acción es mala, en sí, aparte de que aumente o no la felicidad general. Entonces, si está dispuesto a decir esto, creo que debe de tener cierto criterio del bien y del mal, al margen del criterio del sentimiento. Para mí, ese reconocimiento tendría como último resultado el reconocimiento de Dios, como suprema razón de los valores existentes.


RUSSELL: Creo que nos estamos confundiendo. No es el sentimiento directo hacia el acto el que me sirve de juicio, sino más bien el sentimiento hacia sus efectos. Y no puedo reconocer circunstancia alguna en la cual ciertas clases de conducta como las que ha estado poniendo como ejemplo podrían causar un bien. No concibo circunstancias en las cuales pudieran tener un efecto beneficioso. Creo que las personas que lo creen se engañan. Pero si hubiera circunstancias en las que produjesen un efecto beneficioso, entonces podría verme obligado a decir, aunque de mala gana, «No me gustan esas cosas, pero las aceptaré», como acepto el Código Penal, aunque el castigo me molesta profundamente.


COPLESTON: Bien, quizás ha llegado el momento de que yo haga un resumen de mi postura. He discutido dos cosas. Primero, que la existencia de Dios puede ser probada filosóficamente, mediante un argumento metafísico; segundo, que sólo la existencia de Dios da sentido a la experiencia moral y a la experiencia religiosa del hombre. Personalmente, opino que su modo de explicar los juicios morales del hombre lleva inevitablemente a una contradicción entre lo que exige su teoría y sus juicios espontáneos. Además, su teoría da de lado a la obligación moral, y eso no es una explicación. Con respecto al argumento metafísico, aparentemente estamos de acuerdo en que lo que llamamos mundo consiste sencillamente en seres contingentes. Es decir, en seres carentes de razón para su propia existencia. Usted dice que la serie de acontecimientos no necesita explicación: yo digo que, si no hubiera un ser necesario, un ser que tuviera que existir y no pudiera dejar de existir, no existiría nada. El carácter infinito de la serie de seres contingentes, aun probado, no conduciría a nada. Hay algo que existe; por lo tanto tiene que haber algo que explique este hecho, un ser que esté al margen de la serie de seres contingentes. Si usted hubiera admitido esto, podríamos haber discutido si ese ser es personal, bueno, etc. En el punto sobre el que hemos realmente discutido, si hay o no un ser necesario, yo estoy de acuerdo con la gran mayoría de los filósofos clásicos.


Usted sostiene, según creo, que los seres existentes existen sencillamente, y que no hay justificación para plantear la cuestión de la explicación de su existencia. Pero yo querría indicar que esta posición no puede fundamentarse mediante el análisis lógico; expresa una filosofía que necesita pruebas. Creo que hemos llegado a un callejón sin salida porque nuestras ideas filosóficas son radicalmente diferentes; me parece que a lo que yo llamo una parte de la filosofía, usted lo llama el total, al menos en lo que tiene de racional la filosofía. Me parece, si me perdona que se lo diga, que además de su sistema lógico, que llama «moderno» por oposición a la lógica anticuada (un adjetivo tendencioso), defiende una filosofía que no puede ser verificada mediante el análisis lógico. Después de todo, el problema de la existencia de Dios es un problema existencial mientras que el análisis lógico no trata directamente los problemas de la existencia. Luego, a mi modo de ver, declarar que los términos que suponen una serie de problemas carecen de sentido, porque no son necesarios para tratar otra serie de problemas, es establecer desde un principio la naturaleza y la extensión de la filosofía, y esto en sí mismo es un acto filosófico que necesita justificación.


RUSSELL: Bien, también yo diré unas cuantas palabras como resumen. Primero, en cuanto al argumento metafísico: no admito las connotaciones del término «contingente» o la posibilidad de explicación en el sentido del padre Copleston. Creo que la palabra «contingente» inevitablemente sugiere la posibilidad de algo que no tendría lo que llamaría usted el carácter accidental de existir simplemente, y no creo que esto sea verdad excepto en el sentido puramente causal. A veces se puede dar una explicación causal de algo diciendo que es el efecto de otra cosa, pero esto es sólo referir una cosa a otra y no hay -a mi entender- explicación alguna en el sentido del padre Copleston, ni tiene sentido tampoco llamar «contingentes» a las cosas, porque no podrían ser de otra manera. Esto es lo que yo diría acerca de eso, pero querría decir unas palabras sobre la acusación del padre Copleston acerca de que considero la lógica como el total de la filosofía, lo que no es así. No considero en absoluto la lógica como el total de la filosofía. Creo que la lógica es una parte esencial de la filosofía y que la lógica tiene que ser usada en filosofía, y creo que en eso él y yo estamos de acuerdo. Cuando la lógica que él usa era nueva, a saber, en la época de Aristóteles, hubo que darle una gran importancia; Aristóteles le dio pues una gran importancia a la lógica. Ahora se ha hecho vieja y respetable y no hay que darle tanta importancia. La lógica en que yo creo es relativamente nueva y, por lo tanto, tengo que imitar a Aristóteles dándole mucha importancia; pero no es que yo crea que representa toda la filosofía, no lo creo. Creo que es una parte importante de la filosofía y, cuando digo eso, que no encuentro un significado para esta o la otra palabra, se trata de una apreciación basada en lo que he averiguado sobre esa palabra en particular, al pensar acerca de ella. No se trata de una postura general que implique que todas las palabras usadas en metafísica carezcan de sentido, o cosa semejante, que realmente yo no creo.


Con respecto al argumento moral advierto que cuando uno estudia antropología o historia se da cuenta de que hay personas que piensan que su deber consiste en realizar actos que yo considero abominables y, por lo tanto, no puedo atribuir origen divino a la materia de la obligación moral, cosa que el padre Copleston no me pide; pero creo que incluso la forma que toma la obligación moral, cuando se trata de ordenarle a uno que se coma a su padre, por ejemplo, no me parece una cosa muy noble y bella; y, por lo tanto, no puedo atribuir origen divino a la obligación moral en este sentido que creo que puede explicarse fácilmente de otras muchas maneras».