viernes, 1 de noviembre de 2019

Mitología griega


Filemon y Baucis
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Filemón y Baucis, toda una vida y más amándose

En una antigua región de Asia menor llamada Frigia, en lo alto de una colina viven dos árboles milenarios, un roble y un tilo rodeados por un viejo muro. En sus ramas entrelazadas siempre suele haber alguna corona de flores y muy cerca de allí se encuentra un lago pantanoso de cuyas aguas beben sus raíces.

Hace muchos años llegaron a esa misma región Zeus y su hijo Hermes quienes habían decidido dejar de ser dioses por un día y adoptar la figura humana para poner a prueba la hospitalidad de los hombres.

Llamaron a mil puertas pidiendo que les dejasen una cama en la que pasar la noche pero el carácter de los habitantes de la zona era duro y egoísta y los dioses no hallaron cobijo en ninguna parte, hasta que ya, en el extremo del pueblo, dieron con una diminuta cabaña con tejado de paja y cañas.

En ella vivían el anciano Filemón y su esposa Baucis, un matrimonio muy pobre pero feliz que llevaba toda la vida juntos y vivían pese a su pobreza contentos y apacibles en su humilde choza.

Al acercarse Zeus y Hermes a la humilde cabaña, la honrada pareja salió a su encuentro. Rápidamente el anciano les ofreció asiento y Baucis, su mujer, se apresuró a cubrirlo con toscas telas. Sin tomarse un respiro, la viejecita corrió al otro lado de la habitación para avivar el fuego sobre el que colocaban el caldero, en el que preparó una sopa con los escasos medios que tenían.

Para que a los forasteros no se les hiciera larga la espera se esforzaron en entretenerlos con una charla inocente, además de verter agua en el barreño para que sus huéspedes se pudiesen refrescar los pies, cansados como debía estar de tanto caminar.

Los dioses aceptaron todo lo que les ofrecían con una amable sonrisa y tras preparar el diván en el que pasarían la noche la viejita Baucis, encorvada y con mano temblorosa arregló la mesa delante del diván, en la que colocó todos los manjares que podía ofrecer a sus huéspedes. Había aceitunas, cerezas silvestres que Filemón recogían cada otoño y Baucis se encargaba en confitar en un jugo espeso y transparente; había achicoria, remolacha, un queso rústico, miel, nueces, higos y dátiles, además de huevos y la sopa que con tanto cariño había hecho para ellos en su viejo caldero.

Todo lo sirvió Baucis en los únicos cuencos que tenían, además de sacar los vasos de madera tallada en el que beberían el vino. Pero lo mejor de la comida era sin duda las caras hospitalarias y bondadosas de los excelentes viejos. Mientras todos disfrutaban saboreando la comida y la bebida, el anciano Filemón observó que, a pesar de que se llenaban una y otra vez los vasos, la jarra que contenía el vino nunca se vaciaba, es más, siempre estaba a rebosar.

Entonces asustado comprendió a quiénes albergaba. Lleno de angustia, él y su anciana compañera rogaron a sus huéspedes que fueran benévolos con ellos y tuvieran compasión por la manera tan humilde con la que les habían acogido. Y sin tan siquiera preguntar corrieron afuera para intentar coger a la única oca, vieja y flaca como ellos, que tenían y ofrecérsela a sus celestiales invitados. Por supuesto la oca corría más que ellos y fue a refugiarse dentro de la casa, justo al lado de Zeus y Hermes que divertidos contemplaban la escena. Cuando los ánimos se hubieron calmado un poquito y los pobres ancianos lograron serenarse escucharon de los labios sonrientes de Zeus lo siguiente:

''Efectivamente, ¡Somos dioses! y hemos descendido
a la Tierra para comprobar la hospitalidad de los humanos.
Lo cierto es que vuestros huraños vecinos se han mostrado
absolutamente desalmados por lo que obtendrán su castigo;
en cuanto a vosotros, dejad esta casa y seguidnos a lo alto
de la montaña''.

Los viejos obedecieron y apoyándose en sus bastones, emprendieron como pudieron, la subida al empinado monte. Cuando apenas les faltaban diez pasos para llegar a la cumbre, volvieron la vista atrás y vieron como todo su pueblo se había convertido en un mar tumultuoso en el que únicamente, cual una isla, emergía su humilde cabaña.

Mientras contemplaban atónitos aquel espectáculo, sufriendo por la suerte de sus vecinos, su cabaña se transformó en un esbelto templo de techos dorados y suelo de mármol sostenido por columnas. Entonces Zeus se dirigió a ellos con semblante bondadoso y les preguntó:

—Decidme, ancianos, ¿cuál es vuestro mayor deseo?

Tras intercambiar unas pocas palabras entre ellos, Filemón, con voz temblora, respondió:

—¡Quisiéramos ser tus sacerdotes! y guardar de tu templo como antes guardábamos de nosotros. Y puesto que hemos vivido tantos años en amor y armonía, haz que los dos nos despidamos de este mundo el mismo día y a la misma hora; de este modo nunca tendremos que vivir el uno sin el otro.

Y así fue, Zeus les concedió sus deseos. Ambos fueron los guardianes del templo durante el resto de su existencia, y cuando un día, curvados por los años, se encontraban juntos ante las gradas del altar pensando en su maravilloso destino, Baucis vio a Filemón y Filemón a Baucis transformarse en verde follaje y en torno a sus rostros levantarse sendas frondosas copas.

Y así terminó la digna pareja, él convertido en roble y ella en tilo inseparables y felices para siempre como lo fueron en vida.


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